Santiago no es tan grande como se
piensa. Y vivimos achoclonados si nos
comparamos con ciudades de mejor calidad de vida. Lo que pasa en febrero es una
muestra evidente.
Santiago es un ejemplo de un mal
manejo de las externalidades urbanas negativas, dentro de las cuales se
destacan la congestión y la contaminación.
Una eficiente política urbana es
aquella que hace competir a las ciudades por captar a sus clientes (habitantes).
Esto favorece la descentralización. Pero para que las ciudades compitan entre
sí, se requiere que cada una tenga una mínima infraestructura interna y
accesibilidad, junto con adecuadas megaobras de conectividad entre ellas. Así,
por ejemplo, probablemente se llegaría a la conclusión que Santiago necesita
extender su red de metro ahora (aún más), que el aeropuerto actual es más
adecuado dejarlo sólo para vuelos nacionales (y no cometer el error que el
nuevo proyectado quedará obsoleto cuando se inaugure), que se debería hacer un
tren Santiago- Gran Valparaíso, etc.
Existe la creencia, a nivel
general y especialmente a nivel de urbanistas y arquitectos, que la extensión
de la ciudad es mala per sé. Normalmente cuando se expone sobre ejemplos de
ciudades modernas, se enfatizan las “soluciones” a problemas puntuales con
hermosos rascacielos que comparten “amigablemente” con su entorno. Esto podría estar
bien, pero la visión global, como solución integral de la ciudad, podría
apuntar a una dirección totalmente
opuesta a la densificación, que tanto se promueve. Como se señaló,
Santiago es chico para la cantidad de habitantes que alberga, y por eso no es
de lo más grato vivir aquí. Y en la medida que nuestro país converja al
desarrollo, sus ciudades requerirán, necesariamente, expandirse.
Como el mundo inmobiliario no
repara mayormente sobre la visión global comentada en el punto anterior, sino
que maximiza su beneficio de acuerdo a lo permitido por el Plan Regulador (exagerando,
si esto le permite hacer una torre de cien pisos, bienvenido sea), es entonces
el Plan Regulador el responsable de planificar la ciudad con una visión de
largo plazo. Y aquí fallamos: vemos desde planes reguladores obsoletos
(¿sorpresa con que el poco espacio urbano que queda lleva los precios del
terreno a las nubes?) hasta planes que demoran varios lustros en aprobarse,
pasando por la especulación –de la buena y de la mala- por el cambio de uso de
suelo.
A la mayor demanda de suelo
producto del mayor ingreso general que tendrá nuestro país en su camino al
desarrollo, se debe enfatizar que serán los segmentos más pobres de la
población los que proporcionalmente tendrán un aumento mayor en su ingreso. La
tasa de motorización se duplicará, por lo menos, independiente de los esfuerzos
que se hagan por mejorar el transporte público, y habrá una importante demanda
por recambio de casas y su entorno, debido a la obsolescencia económica que ocurre
mucho antes que la obsolescencia física.
La problemática urbana es quizás
el problema microeconómico más relevante dada su relación directa con el
bienestar de la gente. Un correcto análisis pasa por establecer la(s)
correcta(s) función(es) objetivo a optimizar, que incluyan los parámetros de
externalidades, positivas y negativas; aquí se requiere un trabajo mancomunado
de economistas, matemáticos y urbanistas. Por fortuna tenemos gente de la talla
de Echenique, Bresciani, Galetovic y Poduje, que tienen esta visión global. El
punto es que los que cortan el queque
le hagan caso de una vez por todas.
Iván Rojas B.
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