La semana
pasada se publicó “Cuando la competencia
funciona el revés”, escrita por el colega François Meunier. Como no
coincido con lo planteado, me permito escribir esta columna ya que estimo que
hay errores conceptuales de los cuales se podrían derivar malas políticas
públicas.
En
síntesis, se señaló que a veces la competencia funciona al revés, porque puede
ocurrir que “cuanto más intensa es la competencia, más suben los costos y los
precios, y también los beneficios”. “¿Por qué una empresa como L’Oréal gasta
casi once veces más en publicidad que en investigación y desarrollo (I+D)?”,
planteó el escritor. Agregó que la “carrera armamentista” generada por la
publicidad para diferenciar sus productos se refleja en los precios: “Imaginemos
un mundo ficticio que pudiera prescindir de la publicidad: el precio del champú
podría venderse un tercio (32%) más barato. Si una normativa prohibiera que la
publicidad superara el 10% de las ventas, esto sería igual de eficaz para la
competencia e igual de eficaz para informar a los consumidores”. El ejemplo de L’Oréal
demostraría, a juicio del columnista, que “en determinadas configuraciones, la
competencia puede ser muy violenta sin que esto reduzca costos y precios”. Y se
hace un paralelo con las AFP, donde la gente “no es muy sensible a la
diferencia de planes” y “los costos comerciales son altos porque la competencia
está furiosa para quitarse clientes entre sí”.
El
principal error conceptual, desde mi punto de vista, es la confusión del
término “competencia”. La competencia desde el punto de vista del marketing no
es lo mismo que la competencia desde el punto de vista económico. Y para
políticas públicas y bienestar social, importa este último concepto.
Tener
mercados competitivos maximiza el bienestar social. Es una situación ideal y,
aunque poco probable en la realidad, las políticas públicas debieran enfocarse
en tratar de llegar a este ideal. Mientras más se aleje del mismo, mayor es la
pérdida para la sociedad en su conjunto. Y es precisamente en los mercados
imperfectos donde deben existir regulaciones apropiadas. He ahí un rol de las
políticas públicas. Entre otras cosas, en este ámbito las políticas públicas se
deben enfocar a que en los mercados no existan barreras de entrada o salida, incentivar
la entrada de nuevos oferentes, garantizar que exista información clara y
transparente, promover la destrucción creativa y corregir cualquier
externalidad negativa que dé lugar a “abusos”. Por cierto, todas estas empresas
funcionan con la idea de maximizar su beneficio dentro del rayado de cancha
permitido.
Así,
dentro del ámbito de acción de las políticas públicas será tener un diagnóstico
correcto de los mercados y abordar los monopolios, oligopolios, competencia
monopolística, monopsonio, oligopsonios, entre otros, en el entendido que su
actuar produce una pérdida social.
Ahora
bien, el concepto de competencia desde el punto de vista del marketing es otra
cosa. Entonces, es perfectamente factible encontrar mercados no competitivos desde
la visión de la economía y, al mismo tiempo, muy competitivos en términos de
marketing. En efecto, en la teoría económica de precios se tratan casos de
guerras de precios en mercados imperfectos, estrategias de líder y seguidor, donde,
ciertamente se llega a un equilibrio que es menos eficiente que el equilibrio
dado por un mercado de competencia perfecta. Así, por ejemplo, nuestro mercado
financiero bancario tiene características de oligopolio donde, sin duda, las
estrategias de marketing son bastante agresivas para captar clientes, pero
están lejos de ser competitivos desde el punto de vista económico. Las AFP,
también con estrategias agresivas de marketing, requieren de mayor competencia
ya que no presentan diferencias significativas en los retornos entre ellas, se
mueven en manada, no pueden pagar una rentabilidad más allá del riesgo asumido
y cobran caro para el servicio que entregan, por lo que requieren de una señal
de precios eficiente de largo plazo.
Entonces,
confundir los conceptos puede llevar a diagnósticos errados, como señalar que a
pesar de existir una competencia agresiva con gran publicidad (marketing), no
se obtienen los resultados deseados de precios más baratos, y con ello señalar
que la competencia (económica) funciona al revés. Y diagnósticos errados llevan
a políticas erradas.
¿Excesiva
publicidad en comparación con el gasto en I+D? Cuidado, podría llevar a
diagnósticos confusos. ¿Sugerir limitar el gasto excesivo en publicidad para
que los precios bajen? Cuidado. En los países comunistas la publicidad era
considerada una "desviación capitalista". Tras leer dicha columna
quizás alguien piense que sería bueno nombrar un ente estatal que fije lo que
se gasta en comercialización y publicidad. ¿Se cree que un gasto en I+D es
socialmente más productivo que un gasto en publicidad? ¿Se cree que una inversión
en "infraestructura" es mejor que un gasto "superfluo" en,
digamos, turismo? ¿Quién determina lo que es óptimo para la sociedad en cada
caso?
Si el
mercado del lujo es competitivo, los gastos en publicidad que tengan son el
óptimo social, no importando cuán "altos" le parezcan a una persona.
Ahora, si el mercado no es competitivo, debe tratarse como se tratan los
mercados no competitivos en general, con empresas reguladas, impuestos,
subsidios u otras herramientas, pero sin afectar partidas que a uno le
"parecen" elevadas.
Diagnósticos
errados, políticas erradas. Por la vía de la columna en comento se podría
peligrosamente llegar a un intervencionismo desatado que no tiene ninguna
justificación desde un punto de vista social.
Iván
Rojas B.
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