lunes, 25 de octubre de 2010

La Isla del Sol







La Isla del Sol es una de las islas del archipiélago Islas del Rosario, cerca de Cartagena de Indias. La paz y belleza de la isla hace que cualquier visitante –obligado- se olvide de cualquier preocupación mundanal. Los nativos del pueblo al interior de la isla son gente simpática, amable y humilde. En su mirada se ve cierta melancolía. Su pobreza, sin embargo, hace que tengan que sonreír ante el invasor que se asemeja a un visitante de un zoológico, preparado a disparar sus cámaras fotográficas en el momento preciso. No es que sean ermitaños, pero la soledad de su pequeña sociedad les da más compañía que la de un extraño forastero. Ahí su timidez. Tienen, por decirlo así, su propio sol, luna y tierra. Su propio mundo.

Mi compañera de viaje pregunta si me quedaría un tiempo allí. Un año. Le digo que sí. Sería un gran trabajo ayudar a esta gente a “prosperar”: fundar una escuela, ayudarlos a ampliar su base de ingresos más allá de las artesanías, mejorar sus viviendas, organizarse como grupo y un largo etcétera. Todo un desafío. ¿Y si tuviera éxito en tamaña empresa? ¿Valdría la pena, más allá de lo obvio? Es duro tener que vivir en las condiciones de los nativos de esa isla. ¡Y antes debe haber sido mucho peor! Pero presumo que ellos llevan una vida de tranquila desesperación. Sin grandes aspiraciones. Sin más preocupaciones que las que exigen las próximas 24 horas. Pienso que si tuvieran que nombrar las cosas necesarias para vivir, se contarían con los dedos de una mano. No necesitan trajes nuevos si el actual todavía sirve como su segunda epidermis; sus viviendas, quizás no propias, cumplen con el objetivo de ser un simple cobijo. No tengo claro si les interesa trabajar duro muchos años para ser propietarios con la ayuda del dinero prestado. No tengo claro si les interesa resolver el problema del sustento con una fórmula más complicada que el problema mismo.

Probablemente es cierto que la mayoría de los lujos, o digamos, mejor, cosas indispensables, no sólo no son necesarias, sino que impiden disfrutar el verdadero sentido de la vida, y también, en cierto modo, son barreras a la elevación del ser humano. ¿Será por eso que los más sabios siempre se han caracterizado por llevar una vida austera y sencilla?

La mayoría de los hombres civilizados estamos tan ocupados en nuestras labores, muchas de ellas ficticias y superfluas que no podemos recoger los mejores frutos del bien más preciado que tenemos y que no se transa en el mercado: tiempo. Todos tratamos de dar al blanco al que apuntamos. Por lo tanto, aunque erremos, es mejor apuntar a algo elevado.